Hay algo extraordinariamente melancólico en esta novela, un ímpetu vago y desmembrado que puebla sombras, los rincones, los escondites del libro, y que embarga la obra. Una sensación de abatimiento, como si detrás de cada frase se escondiera una tristeza infinita, bella pero indeleble, que lo abarcara todo más allá de lo que se narra en primer plano.

Al recorrer las páginas de Nunca me abandones , que leímos para una de las tertulias literarias del Club del Libro Ciervo Blanco , a uno le salpica -quiera o no- la terrible, exuberante y nada tranquila sensación de que todo está mal. Todo está mal, y no tiene arreglo, y es inevitable. Y así transcurren los capítulos, con esa percepción abrigada al cobijo de los personajes de que, suceda lo que suceda, saldrá mal. Como si se tratara de una ley de Murphy, sí, pero peor; con mayor desgarro, con mayor dolor, con mayor antojo del destino atroz que no puede salvarse.

Lo inevitable del sino de los protagonistas de Nunca me abandones nos arrastra a un universo distópico en esencia. No, no es ciencia ficción aunque lo sea: es pura distopía. Salvaje aunque encubierta, terrible aunque disimulada, atroz aunque decorada. El trasfondo de lo que se cuenta es tan absurdamente, imperiosamente horrible que nos perdemos en las delicadas veleidades de las relaciones interpersonales de los personajes sin pararnos a considerar lo que hay detrás, lo que implica vivir en un mundo así, tanto si se es donante como si no -y cada lado tiene lo suyo-.

Si esta novela te deja indiferente es porque no has percibido esa melancolía que todo lo embarga y todo lo llena. No has sido consciente del dolor que no se dice, del llanto que no se muestra. No te has planteado que lo que pueda haber más allá de los diálogos es tan grave que podría hacernos reconsiderar nuestra visión del mundo. Del mundo real, quiero decir, del que vivimos.

Porque hay toda una bibliografía sociológica sobre «nosotros y los otros», los que son como yo y los que no lo son, los que son como nosotros y los que son diferentes, sobre lo que que nos lleva a separar grupos humanos en base a características internas (religión, ideología) o externas (color de piel, forma de los ojos), y en todos esos libros si algo está claro es que lo que nos separa a unos y a otros es construido. Es arbitrario. Lo decidimos como sociedad. Estos de aquí son como yo, les queremos; estos de aquí no son como yo, les odiamos. Y se decide como grupo.

Ishiguro nos da mucho para reflexionar, hay en las páginas de la novela gran cantidad de material para trabajar sobre, por ejemplo, xenofobia y racismo. Pero también una cuestión más profunda, una esencial, una de esas que no puede responderse: quiénes somos.

Quiénes somos, como si importara. Cuando, en realidad, nada importa mucho y todos acabamos en el mismo sitio. Los donantes, los receptores, todos, en el mismo sitio: en la muerte que todo lo es. Y, como la inevitabilidad en la vida de los personajes, que les lleva a recorrer un camino marcado para ellos, también todos los demás, reales e irreales, dentro de la novela y fuera de ella, andamos un sendero con un final claro, determinado e ineludible.

No se trata de morir, que es común para todos, se trata de cómo vivir de una forma en la que podamos llamarnos humanos independientemente de qué seamos, cómo nos consideren y a qué grupo pertenezcamos. Hay demasiado humano que no sabe serlo, y las novelas de Ishiguro como Nunca me abandones muestran, quizá indirectamente, entrevelado, indicaciones sobre las que reflexionar para ser mejor persona, mejor humano, mejor.

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