Un galimatías de proposiciones de sentido que, sin embargo, produce al terminarlo una perspectiva que sólo puedo denominar «necesaria». Necesaria en la medida en que pone de relieve toda una suerte de realidades a las que no solemos enfrentarnos. Comprender con mayor profundidad, por ejemplo, las atrocidades de la economía de mercado. El problema, me temo, es que esto es algo que ya sabíamos, que yo ya sabía, y que quienes «necesitan» darse cuenta de lo que el capitalismo supone, genera, nos condena, son aquellos que no podrían entender este libro. Tengo ganas de saber qué opinarán los asistentes a la tertulia literaria Ciervo Blanco sobre esta obra en Madrid, ver a qué lado del espectro político se sitúan, si también ellos entienden la dura crítica al capitalismo en las páginas de este libro o, por el contrario, están en desacuerdo con dicha crítica o, más allá de esta interpretación, si consideran que el libro no es una crítica al capitalismo en absoluto. Lo es, sin embargo, y la dureza con que nos aplasta la economía de mercado está presente en cada página. Qué digo, en cada letra. Asfixiando como nos asfixia la economía, salvo para los privilegiados y los tontos que culpan de estar asfixiados precisamente a quienes tratan de hacer el sistema un poco menos sofocante.

En la novela la conjunción de frases es libre, la asociación de ideas es celérica, rauda, insolente y escapando a lo convencional. Es fiel al estilo de Gopegui tal y como lo descubriéramos en la tertulia literaria sobre La Escala de los mapas , donde descubrimos a una Belén Gopegui poética, esencial, de verbo inhóspito y sensitivo. Y en esa línea la prosa de Quédate este día y esta noche conmigo es tremendamente inquietante, pues no plasma en forma de ensayo académico realidades, verdades positivistas, hechos científicos claramente explicados, delimitados, definidos con exactitud y pulcritud, y puebla en su lugar capítulo tras capítulo de entelequias filosóficas, no siempre claramente discernibles, que requieren algo más que un lector inteligente y culto: requieren un lector con tiempo. Para sentarse tranquilamente a interpretar, y releer, y captar profundidades. En la medida en que lo filosófico se entremezcla con la historia narrada, el lector puede y debe dedicarle al libro tanto tiempo como sus propias reflexiones se líen y embadurnen y embrollen en las proposiciones de sentido presentadas, hasta que el significado último sea el que el propio lector adjudique, pues Gopegui no cierra siempre el concepto al que se refiere, ni podría hacerlo si quisiera en tanto en cuanto de lo que se habla es abstracto, genérico, a menudo un quizá, un acaso, un tal vez, y pocas veces deja de ser difuso, tan borroso como sólo puede serlo la filosofía, las teorías, las incertidumbres.

Y en la exactitud de lo concreto, de lo cotidiano, del barro en que nos movemos, es dónde se enmarcan los dos protagonistas y los dos o tres personajes secundarios, en ese lugar tierra de nadie que es la res pública y el rango de maldades y vilezas de lo corporativo, que no tiene por qué ser en sí mismo ni maléfico ni vil, pero que enclaustrado en la rueda del sistema se convierte en parte de la misma maquinaria que nos aplasta. Que nos asfixia.

Toda la obra es libre albedrío versus determinismo. De esto se ha hablado largo y tendido, y no aportaré yo nada porque nada puedo aportar a un debate exquisito. Un debate que no es el habitual en las tertulias literarias Ciervo Blanco y que espero nos ilustre sobre cómo interpretar el mundo y nuestro lugar en él. No creo que pueda haber respuesta a si somos robot o no. Creo que el capitalismo nos convierte en esclavos, y creo que en esa esclavitud tenemos cierto margen de maniobra, pero no hablo de esclavitud sino de robótica, porque mientras los esclavos pueden soñar con escapar, los robots determinados sólo pueden ser, sin margen, ni rango onírico, ni veleidades.

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